Entre hoy, mañana y pasado, me gustaría subir este relato cargado de romanticismo que transcurre a caballo entre Roche y Portmán durante la Guerra de la Independencia.
Cuenta la historia de amor entre una joven española y un soldado francés.
Está dividido en tres partes para no ser pesado.
En realidad, se trata de una versión más extendida de un relato con el que participé para la Antología de Relatos Navideños que organizó el blog "Acompáñame". El relato original que escribí tenía tres páginas como mínimo de extensión y este nuevo relato tiene muchas más.
Espero que os guste.
Todo Roche conocía a las hermanas Palacios.
Carmen era la mayor. Ana era la menor. Las dos eran muy diferentes. No sólo en el físico. También en el carácter. Pero nadie dudaba de que estaban muy unidas.
Sin embargo, las vidas de las dos hermanas cambiaron. En cuestión de años, Ana se enamoraría. Vería a su hermana sufrir por culpa de su cuñado. Y acabaría tomando una decisión. El problema de Ana no fue la llegada del amor. El problema de Ana fue que se enamoró de quien no debía de enamorarse. Y lo hizo en el peor de los momentos.
Con la llegada de la guerra napoleónica a España...Se enamoró de un soldado francés.
Cuando los franceses empezaron a ocupar el
territorio español, cuatro años antes, los españoles se rebelaron.
En
Madrid, los soldados franceses intentaron sacar al Infante Francisco.
Toda
la Familia Real
había partido hacia el exilio. En Bayona, Francia.
Ana
Palacios, desde Roche, estaba preocupada. Podía estallar una guerra en
cualquier momento.
Su
padre decía que los franceses habían engañado a la Familia Real. No querían
invadir Portugal. La excusa de pasar por España para invadir Portugal no se la
creía nadie. Pero el Rey Carlos IV y su hijo, el Príncipe Fernando, estaban
siempre a la gresca. Las relaciones entre padre e hijo eran muy tensas. El
Príncipe despreciaba al favorito de los Reyes, Manuel Godoy. De éste último
corría el rumor de que era el amante de la Reina María Luisa. Y que el
propio Infante Francisco era hijo suyo.
Napoleón
tenía el trabajo hecho.
En
Madrid, toda la población vio cómo querían sacar de la ciudad al pequeño
Infante.
Tanto
su padre, el Rey Carlos IV, como su hermano mayor, el Príncipe Fernando, habían
abdicado a favor de José Bonaparte. El hermano de Napoleón.
Le
habían nombrado Rey de España. Aquel hombre entró aboliendo la Inquisición. ¿Cómo se
atrevía a privarles de sus juicios de brujas? ¿Cómo pretendía quitarles la
alegría de ver morir a inocentes en la horca? Ya no se quemaba a la gente. De
milagro, claro.
Los
españoles rechazaron al nuevo monarca. Abolir la censura. Quitar la Inquisición.
¡Sacrilegio! El pueblo de Madrid fue el primero en sublevarse. Le siguieron los
demás pueblos.
Y
se levantaron en armas contra los invasores. La sublevación fue salvajemente
reprimida. Sin embargo, otras localidades también se levantaron en armas contra
los soldados franceses. Pretendían expulsarles. Recuperar su país y sus raíces.
La guerra acabó extendiéndose por cada rincón de España.
Se
crearon Juntas de Defensa. Las Juntas se encontraban en casi todo el país. En
Cartagena, se constituyó una Junta de Defensa que actuaba en toda la comarca.
El señor Palacios, el padre de Ana, formaba parte de aquella Junta. No quería
permanecer quieto.
El
señor Palacios era oriundo de la pequeña pedanía cartagenera de Roche. Era un
modesto terrateniente. Tenía unas cuantas explotaciones para cultivar. Y poseía
unas pocas cabezas de ganado. Había logrado casar bien a su hija mayor, Carmen.
El problema era que no acababa de casar a su hija menor, Ana.
Hacía
ya dos años que se había creado una guerrilla en Roche. Labriegos…
Pastores…Terratenientes…Todos se habían unido con un mismo fin. Expulsar a los
franceses. Domingo Piscardi era el líder de la guerrilla. Era muy apreciado por
sus vecinos. Era un sencillo labriego. Y hacía, además, las veces de médico.
-No salgas a la calle-le decía el señor
Palacios a Ana.
Los
ingleses habían llegado hacía poco para ayudar a los vecinos. Pero el señor
Palacios desconfiaba de ellos.
La
guerrilla hostigaba al enemigo. Hacía rondas para vigilar el funcionamiento de
la pedanía. Los ingleses eran algo prepotentes. Miraban a los vecinos por
encima del hombro. Parecían que se estaban riendo de ellos.
Las
cosechas eran defendidas por la guerrilla. Lo mismo que el ganado. No podían
caer en las huestes francesas. Los miembros de la guerrilla eran admirados en
toda la pedanía. Eran poco más que héroes. Estaban haciendo un bien por los
vecinos. Protegerles de los soldados franceses.
Y
el más apreciado era el propio Piscardi.
Los
guerrilleros informaban todos los días a la Junta Cartagenera. Les
comunicaban cuáles habían sido las acciones que habían llevado a cabo.
Mientras,
el señor Palacios estaba preocupado por su hija Ana. Pensaba en enviarla lejos
de España. Por lo menos, hasta que terminara la guerra. Pero…¿Adónde podía ir
ella? Parecía que todo el mundo estaba enfrentado con todo el mundo. Ningún
lugar le parecía seguro para Ana.
Lo
malo era que Carmen estaba sumida en su propio pozo. Pasaba mucho tiempo
encerrada en su habitación. Se negaba a levantarse de la cama. Ya no lloraba.
Pero se estaba dejando marchitar. Y quedaba el problema de Ana. ¿Qué iban a
hacer con ella?
Pero
Ana se negó en redondo a abandonar Roche. Le aseguró a su padre que ella sabía
defenderse de cualquier peligro. Decidió perfeccionar su puntería. El señor
Palacios insistió en que sería mejor para ella que se marchara con Carmen lejos
de allí. Por el bien de las dos…No sólo estarían a salvo. Además, ayudaría a
Carmen a olvidar. Estarían las dos juntas y seguirían apoyándose. Pero Ana se
mantuvo en sus trece.
No
quería dejar a su padre solo con su madre. Doña Francisca era una mujer de
carácter tranquilo. No sabía pelear. Y se pasaba todo el día cuidando de
Carmen. Si había que pelear, quería pelear a su lado. El señor Palacios, en el
fondo, estaba orgulloso de tener una hija tan valiente.
Y
Ana era valiente.
Regresaba
del Pozo Concejil. Llevaba un cántaro de agua en la mano cuando tuvo que
apartarse.
Odiaba
estar en guerra. Por las noches, sufría pesadillas. Se despertaba dando gritos.
Sólo
la animaba estar pendiente de la próxima boda de su hermana Carmen.
La
joven iba a casarse. Pero su boda debía de ser sencilla. No estaban los tiempos
para tirar la casa por la ventana. Una modista de Roche se estaba encargando de
arreglar el vestido de novia de la madre de Ana y Carmen. Ésta última quería
lucir el vestido de novia de su madre el día de su boda. Aquel detalle emocionó
a Ana.
Varios soldados
pasaron cerca de ella. Eran soldados ingleses. Aquellos hombres parecían no
sentir respeto alguno hacia el lugar en el que estaban. Ana se tambaleó. Tropezó con una piedra y estuvo a punto de
caer al suelo. El cántaro fue lo primero en caer. No pensó en el agua derramada
ni en el cántaro roto. Pero, cuando estuvo a punto de caer ella, unas manos la
sujetaron por los hombros y la evitaron verse en el suelo. Él la llevó hasta un
aparte mientras los soldados ingleses se alejaban montados en sus caballos.
El
moño de Ana amenazó con soltarse. Varios mechones de pelo se le escaparon.
-¡Qué tonta soy!-se lamentó
Ana-Gracias…Gracias, señor.
Le
alisó un poco las solapas de la guerrera.
Aquel
hombre era un soldado. En su presencia, Ana se sintió cohibida. Bajó la vista.
Le parecía el hombre más apuesto que jamás había conocido. Ni siquiera su
cuñado Francisco se le parecía. Sus ojos eran de un intenso color azul marino.
Sus cejas eran pobladas y oscuras. Su cabello era de color negro como el
azabache. Sus labios eran generosos. Le sonrió. Al hacerlo, mostró una hilera
de dientes blancos y perfectos.
Las
mejillas de Ana se encendieron. No quería mirarle. Pero no puedo evitarlo.
Se
fijó en su cuerpo. Su cuerpo…
Tragó
saliva con nerviosismo. Debía de irse, pero no podía. Imaginó lo que sentiría
al verse estrechada contra aquel cuerpo tan musculoso. Aquel hombre parecía
divertirle la situación. A lo mejor, no entendía el español y, por eso, no le
había dicho nada. Ana parecía haberse quedado clavada al suelo. ¿Así se sintió
Carmen cuando conoció a Francisco?, se preguntó. Entonces, aquel soldado
carraspeó y Ana se vio obligada a bajar de nuevo a La Tierra. Alzó la vista. No
quería parecer una tonta delante de él.
Habrá
pensado que soy una tonta, pensó.
-No sabía por donde iba-se disculpó Ana-He
roto el cántaro. ¡Oh, qué torpe! ¡Qué torpe soy! Yo…
No
sabía si debía de recoger los pedazos del cántaro. Estaba segura de que no
tenían arreglo. Lo sintió mucho porque era un cántaro viejo. Se estaba portando
de una manera un tanto pueril. Entonces, el hombre la miró con amabilidad.
Incluso de una forma un tanto paternal. El agua mojaba la falda de Ana. Aquel
hombre cogió la mano de la joven y depositó un beso formal en ella.
-Soy el teniente Lombard-se presentó en un
perfecto español-Philip Lombard. A vuestro servicio. Señorita…
-An…-tartamudeó Ana-An…
-Supongo que vuestro nombre es Ana. ¿No es
así? Es un nombre precioso. Ana…En francés se pronuncia Anne. Me gusta. Es hermoso.
Tanto como vos, señorita.
Las
mejillas de la muchacha se tornaron de un rojo intenso. Al teniente Lombard le
gustó.
-Me gustaría saber vuestro apellido-insistió
el hombre-¿Me lo podríais decir?
Ana
debía de controlarse si no quería parecer una niña pequeña.
-Me llamo Ana, como vos habéis
adivinado-contestó-Y mi apellido es Palacios. Ana Palacios Campos. Vivo en
Roche y he nacido aquí. Vivo con mis padres. Tengo una hermana mayor que se
llama Carmen. ¡Es muy hermosa! ¡Tendría que haberla visto! Todos los mozos de
Roche la rondaban. Pero mi hermana se enamoró de un aristócrata, don Francisco.
Se casó con él. Pero él falleció hace unos meses. Carmen enterró su corazón con
él.
Se
detuvo. Estaba hablando más de la cuenta.
El
teniente Lombard se ofreció a acompañarla a casa.
Pero
Ana se negó.
Se
alejó de él mientras le miraba de reojo. El hombre siguió a Ana hasta que la
perdió de vista. Le había parecido una joven bastante interesante. Era tímida y
encantadora. No le cabía la menor duda de que iban a volver a verse. Le había
llamado la atención. Vestía de forma elegante. No era una campesina o una
pastora. Sin duda, debía de ser de buena familia.
Decidió
que valía la pena conocerla mejor.
Mientras
tanto, Ana, de camino a su casa, se preguntó si volvería a ver al apuesto
teniente Philip Lombard.
Espero
que sí, pensó.
La criada estaba
impaciente. Se preguntaba dónde se había metido Ana. ¡Y con soldados franceses
merodeando la zona!
-¿Se puede saber de dónde vienes?-le espetó
cuando la vio entrar por la puerta de la cocina.
-Vengo del Pozo Concejil-contestó Ana.
Estaba segura de que Philip la amaba. Y que le pediría su mano a sus padres. Se casarían. Y viajarían juntos a España. Vivirían felices para siempre.
Los viejos de Roche la recordaban como una joven sana y fuerte.
Estaba viviendo su primer amor. Y el primer amor siempre marca. Ana había desdeñado a muchos pretendientes. Pero Philip era distinto. Lo veía diferente a los demás. A pesar de que era igual a los demás, puesto que sólo la perseguía por su belleza.
Se veían a escondidas y se robaban besos.
Ana estaba cada vez más enamorada de aquel hombre.
No se lo contó a su padre.
El señor Palacios sentía cierta desconfianza hacia los ingleses. Les estaban ayudando a expulsar a los invasores. Pero el precio que debían de pagar se le antojaba demasiado alto. Se dedicaban a perseguir a las jóvenes del lugar. Ana no era ninguna excepción. Intentaba avisarla del peligro que corría. Pero su hija no le hacía demasiado caso.
De sus dos hijas, Carmen siempre había sido la más sensata. En cambio, Ana era muy terca. Siempre tenía que salirse con la suya. No atendía nunca a razones. Sospechaba que algo raro le pasaba. La veía siempre de buen humor. Y solía salir sola. No quería llevar a su dama de compañía consigo. ¿Cómo podía pensar en salir sola con el peligro que había? ¡Estaban en guerra!
EXTRACTO DEL DIARIO DE LA SEÑORITA ANA PALACIOS
Siempre
he tenido el cabello castaño. Castaño oscuro…Suave... Y mis ojos son verdes. Y
de forma almendrada.
Me
parecía mucho a mi madre cuando ésta tenía mi edad.
Incluso
tenía su mismo carácter apasionado.
Philip
empezó a rondarme.
Me
daba cuenta de que había despertado su interés. Me sentía halagada y creí,
ingenua de mí, que podía hacerle cambiar y que asentaría su carácter si estaba
conmigo.
Le
espiaba mientras cazaba. Me hice a la idea de que me había enamorado de él.
Él
aparecía en el corral.
Yo
estaba dándole de comer a las gallinas. Me sobresaltaba.
-Buenos días, Anne-me saludaba.
Siempre
me llamaba Anne.
-Buenos días, señor-le respondía.
-Deberías de empezar a tutearme-me sugería.
Me
guiñaba un ojo y yo me ponía colorada.
Empezó
a robarme besos.
La
primera vez que me besó ni siquiera pensé en cruzarle la cara de un bofetón
para hacerme respetar.
Un
día, acabamos subidos a la rama de un árbol. Yo iba descalza y él llevaba
puestas sus botas.
-Tengo que decirte algo-me dijo Philip-Vas a creer que
me quiero aprovechar de ti. Y eso no es cierto.
-¿De qué se trata?-inquirí.
-Siento por ti algo que nunca antes había sentido por
otra mujer.
-Os ruego que no bromeéis con esas cosas.
-No estoy bromeando, Anne. Te estoy diciendo la
verdad. Sé que no me crees. Conoces los rumores que circulan sobre mí. Y
piensas que soy un monstruo. Pero no es verdad.
En
aquel momento, me besó y yo me olvidé de todo. Lo miré con ojos desorbitados,
incapaz de creerme lo que estaba pasando.
-¿Nos volveremos a ver?-le pregunté.
-Siempre nos veremos-respondió Philip.
-Nos veremos aquí.
Philip volvió a besarme. Hundí la
cabeza en su pecho. Mi rostro reflejaba una dicha que nunca antes había
sentido.Pero Philip se ha ido. Se ha ido y no sé cuándo va a volver.
Me asusta la idea de que no lo vaya a volver a ver.
No sé nada de él. No me escribe. Vivo con angustia permanente.
He de disimular porque no quiero que Carmen sospeche nada.
Todo lo que está pasando me asusta. No puedo estar enamorada de Philip. Intento recordar que es mi enemigo. Pero no puedo hacer eso. No es mi enemigo. Yo le amo. Le amo con todas mis fuerzas.
Uy pobre Ana, te mando un beso . Me gusta mucho tu nueva historia, te me cuidas y te deseo un buen fin de semana
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