jueves, 5 de junio de 2014

EL FRANCÉS

Hola a todos.
Hoy, subo el último pedazo de mi relato El francés. 
Mañana, si puedo, subiré el último trozo que será el desenlace.
Vamos a ver lo que ocurre entre Ana y Philip hoy.

                        La tragedia la persiguió siempre. Se enamoró de quien no debía.
            Ana Palacios era la clase de chica que pasaba desapercibida. No tenía ninguna oportunidad. No si se la comparaba con su hermana mayor, Carmen.
            La desgracia de Carmen fue casarse con un apuesto soldado español, Francisco de Carrión, el marqués de Cerezo. El matrimonio, por desgracia, duró relativamente poco. Carmen perdió el hijo que esperaba cuando se enteró de la muerte de su marido en combate. Durante días, Carmen estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte. 
            El único consuelo de Ana era saber que Carmen estaba viva. La guerra estaba desangrando poco a poco el país y Ana tenía miedo, no sólo por su hermana. También tenía miedo por su familia. Carmen pasaba mucho tiempo encerrada en su habitación.
-Él nunca me quiso-le confesó una tarde Ana cuando entró a verla.
            Carmen estaba recostada sobre los almohadones de su cama. Su cabello largo y castaño estaba suelto y había perdido todo su brillo.
-No pienses ahora en Francisco, hermana-le pidió Ana, sentándose a su lado en una silla colocada junto a su cama.
            Carmen tenía los ojos secos. Había perdido todo el brillo de su mirada. Ana recordó el día en el que ayudó a su hermana mayor a ponerse su vestido de novia. Parecía que habían transcurrido siglos desde aquel día. Cuando Carmen y Francisco se casaron en la Iglesia de San Roque, en Alumbres.
-Pudimos haber sido muy felices-se lamentó Carmen.
            Ana elevó la vista al techo de la habitación.
            Su hermana se había casado muy enamorada con Francisco. Pero el marqués no pudo o no supo corresponder al amor que le profesaba Carmen.
            Ana y Carmen eran las dos únicas hijas de un terrateniente venido a menos que vivía en la pedanía de Roche. En ocasiones, Ana lograba sacar a Carmen de su encierro. La llevaba a dar un paseo por la pedanía. Carmen parecía un fantasma. Nadie podía reconocer en aquella joven pálida y delgada a la belleza que había sido hasta la muerte de don Francisco.
            Ana medía un metro cincuenta. Era muy bajita. Su cabello era de color castaño ligeramente ondulado. Solía llevarlo recogido en un moño que pretendía ser de estilo griego. Sin embargo, el moño amenazaba con soltársele a cada paso que daba. Su doncella personal, uno de los pocos criados que aún conservaban los Palacios, se quejaba.
-Tenéis un cabello muy rebelde, señorita-le decía-Deberíais de quedaros quieta. Pero es que ni aún así se quedaría el moño en su sitio. Me canso de tener que recogérselo.
            Los ojos de Ana eran de color verde musgo y tenían una forma almendrada. Su nariz era pequeña y puntiaguda. Según los dictados de la moda. Su boca era llena. Solía hablar de forma atropellada cuando alguien le preguntaba cuando, en realidad, lo que quería era esconderse. Le daba vergüenza hablar con la gente. Era muy delgada. No poseía las curvas exuberantes de Carmen.
            La tranquilidad de Roche se había quebrado cuando las tropas inglesas aparecieron en el lugar. Venían a ayudar a los lugareños a luchar contra los franceses. Un médico era el cabecilla del grupo. Ana no quería saber nada de la guerra.

            Los vecinos de Roche se sintieron sobrecogidos cuando escucharon la noticia de la muerte de Carmen.
            El cuerpo de la joven apareció un amanecer en el interior del Pozo Concejil.
-¡Una zagala se ha caído al pozo!-chilló un pastor.
            Todos los vecinos fueron corriendo a ver lo que pasaba. Y vieron a una joven en el interior del pozo. Había sangre a su alrededor.
-¡Es la Carmen!-exclamaron todos.
            El señor Palacios se desmayó al conocer la noticia de la muerte de su hija.
            Tenía a su hija Ana guardando reposo en la cama. La joven llevaba algunos días congestionada.
            No había tenido fiebre. Pero el doctor Piscardi la visitó.
-Deberías de descansar un poco-le recomendó-Tu padre y tu hermana te necesitan fuerte y sana.
-Así lo haré, doctor-le aseguró Ana.
            Pasaba todo el día sonándose la nariz y la tenía de un terrible color rojo.
            Carmen parecía estar como ida. En los últimos días, Ana la sentía rara.
            Iba a visitarla. Pero apenas articulaba palabra. Ana intentó hablar con ella. Pero Carmen prefería no contarle nada. El miedo se apoderó de Ana aquel día. Antes de conocer la noticia del suicidio de Carmen.
            Tenía el horrible presentimiento de que algo horrible le había pasado a Carmen. Y sus temores le fueron confirmados a los pocos días. Una criada a la que Ana interrogó tras una encerrona en su cuarto se lo contó.
-Señorita…-titubeó-Su hermana ha muerto. Se ha tirado al Pozo. Un vecino intentó sujetarla. Pero ella se soltó.
            Ana se desmayó al escuchar la noticia. Cuando despertó, sufrió un ataque de nervios.
            Quería saber lo que le había pasado a su hermana. Quería ir a Roche. Quería velar su cadáver. El médico no se lo permitió. Le dijo que debía de guardar reposo.
-¡Mi hermana ha muerto!-bramó Ana-¡Quiero verla muerta! ¡Necesito velar su cadáver!
            Ana se atormentaba pensando en lo que estaría haciendo su hermana en el Pozo Concejil. ¿Cómo había acabado Carmen allí dentro? Se habría caído. Tal vez…Ana se asustó de sólo pensarlo.
            Pero descartó la idea enseguida.
            Carmen no tenía enemigos. Acostada en su cama, Ana divagaba.
            ¿Qué le había pasado a Carmen? Los criados comentaban entre sí. Se decían los unos a los otros que la joven señorita Palacios se había tirado ella sola al Pozo. Quería acabar con su vida. Hablaban de que padecía mal de amores.

-No lo entiendo-se lamentó Ana.
            Acudió con sus padres al cementerio de Cartagena. Carmen había sido enterrada allí. Un sabor amargo subió por la garganta de Ana. La espantosa sensación de que debía de convivir sabiendo que Carmen se había quitado la vida.
-Cuando un ser querido muere, uno se replantea muchas cosas-se lamentó el señor Palacios-Recuerdas todo lo que has hecho mal.
            Ana no miró a su padre. Tenía la mirada fija sobre la cruz de madera que identificaba la tumba de Carmen.
-Tu hermana hizo mal-dijo el señor Palacios.
-Siento cuando salgo a la calle las miradas de todos los vecinos-contó Ana-Me dicen que soy la hermana de una suicida. Me recuerdan, aún cuando no me lo dicen, lo que ha hecho Carmen.
-Se enamoró de un soldado español. De un patriota…Lamentablemente, a pesar de todo, no fue correspondida.
            Un nudo se formó en la garganta de Ana. A pesar de que llevaba puesta su capa sobre los hombros, tenía frío. Su madre la abrazó con cariño.
-Y yo estoy enamorada de un afrancesado-dijo Ana con firmeza.
-No pienses en eso ahora-le pidió su madre.
-Por lo menos, soy correspondida.
-Por desgracia…Y ni tu padre ni yo podemos hacer nada para impedirlo. Tan sólo, debemos rezar para que seas feliz.
            Ana miró agradecida a su madre. Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que se sentía apoyada.
-Vendrá a buscarme-afirmó Ana.
-Y te irás con él-suspiró el señor Palacios.
-No podremos hacer nada para impedirlo-se lamentó la señora Palacios.
            Ana logró esbozar una sonrisa trémula. Su madre le acarició la cara con la mano.
            Por lo menos, pensó con cansancio, una de sus hijas lograría ser feliz. No podía hacer nada por Carmen. Pero sí podía hacer algo por Ana. Podía rezar por Carmen. Pero también podía rezar por Ana. Su hija menor merecía ser feliz.

              El padre de Ana tenía cierta cantidad de dinero. Pero no eran ricos. Su yerno Francisco sí era rico. De hecho, el propio Francisco había contribuido a aumentar con su donación la dote de Ana.
               Pero jamás le arrebató la virtud a Ana.
            Ana creyó morir de dolor. ¡Philip la había abandonado! ¡Eso no podía ser! ¡Él le había jurado que se casaría con ella!
             Por desgracia, la guerra estaba a punto de concluir. Philip había ascendido al grado de teniente.             Debía de regresar a su país. 
EXTRACTO DEL DIARIO DE LA SEÑORITA ANA PALACIOS:

            Estoy enferma. Y no me quiero morir sin haber escrito esta carta.
            He sacado fuerzas para escribir de dónde no las tengo.
            Me duele todo el cuerpo. La cabeza me da vueltas. Se me nubla la vista. Las manos me tiemblan.
            Pero tengo que escribir. Pronto, estaré ante Dios. Y tengo que confesarme para poder rendir cuentas ante Él. He cometido muchos pecados.
            Me enamoré de un hombre que jamás me amó.

            A mí me perdió un sinvergüenza. Sus besos fueron los que me perdieron. Aunque doy gracias a Dios porque no le entregué mi virtud. ¿Quería eso de mí? ¿Mi virginidad? Ya no sé qué pensar.

                  Ana no murió de amor. Cuando mejoró un poco, recibió una noticia que llamó mucho su atención. Su prima Sara se iba a ir a vivir con ella y con sus padres. Había quedado huérfana. Necesitaba un sitio donde quedarse. En opinión del señor Palacios, una joven de buena familia no podía vivir sola porque la gente pensaría lo peor de ella.
                   Ana aceptó. Sara llegó al cabo de unos días. Era oriunda del caserío de Los Huertas de Roche. Había pasado algún tiempo desde la última vez que vio a sus primas. Le apenó enterarse de la muerte de Carmen. De las dos primas que tenía, era con la que mejor se llevaba. Se visitaban de manera frecuente. Pero el inicio de la guerra hizo disminuir las visitas.
                   Ana se asustó cuando vio entrar a Sara. Parecía un fantasma. Iba completamente vestida de luto. 
-Te agradezco lo que mis tíos y tú vais a hacer por mí-dijo Sara-Me he quedado sola. Y necesito estar acompañada de gente. 
                Ana la siguió a su habitación. Una criada se encargó de ayudar a Sara a deshacer las maletas. 
-¿Echas de menos a Carmen?-le preguntó Sara a su prima a bocajarro mientras sacaba una falda de una de las maletas. 
-Era mi única hermana-respondió Ana-Nunca la olvidaré. 
-Yo espero que te sientas mejor ahora que estoy contigo. Puedes contarme lo que quieras. Yo te escucharé. Te tengo mucho cariño, Anita. 

                      Finalmente, Ana se decidió a sincerarse con Sara. 
                      Ocurrió un domingo. Las dos primas acudieron a Misa a la Ermita de la pedanía. La señora Palacios no pudo acudir porque se encontraba enferma. El señor Palacios decidió quedarse a cuidarla. 
                     Ana y Sara salieron juntas de la Ermita. 
                    Ana siempre tuvo la sensación de que Carmen estaba al tanto de su relación con Philip. Nunca habló abiertamente con su hermana de aquel asunto. 
                     Pero tuvo la sensación de que Carmen lo sabía. 
-Tengo que contarte una cosa-se decidió Ana-Y te ruego que no me juzgues. 
-Nunca te juzgaría-le aseguró Sara-¿De qué se trata? 
-Tiene que ver conmigo. Me he enamorado. 
-¡Pero eso es maravilloso! 
                    Sara sólo había estado enamorada una vez en su vida. Se trataba de un apuesto soldado inglés que estuvo de paso por Los Huertas de Roche. Fue el único hombre que la había besado. No pasó darle unos cuantos besos. 
                     Pero el soldado abandonó el caserío junto con su guarnición. Sara tuvo que reconocer que el paso de la guarnición inglesa había dejado el caserío casi arrasado. 
                    Sara escuchó a Ana hablar. Y supo la verdad. 
-Mi perro Siro es el único regalo que me ha hecho-concluyó Ana. 
-¿Te has enamorado de un francés?-se escandalizó Sara.
-Lo amo más que a mi vida, prima. 
-¿Te has vuelto loca? ¿Has olvidado que los franceses son nuestros enemigos? 
-Son personas. Igual que nosotros...
                    Sara no podía seguir escuchándola. 
                   No iba a contarle nada a su tío. El pobre hombre estaba sufriendo mucho tras el suicidio de Carmen. 
                   Tampoco el contaría nada a su tía. 
                   Pero tenía que hacer entrar en razón a Ana. 
-Demos gracias a Dios-afirmó Sara-Por lo menos, sigues siendo virgen. 
-No sé si volveré a verle-suspiró Ana. 

                   Philip viajaba a lomos de un caballo. Estaba a punto de desmayarse. 
                   El caballo iba agotado. Todavía le quedaba un largo viaje por delante. 
                    Se dirigía a Roche. Iba a buscar a Ana. No pensaba abandonar la pedanía sin ella. Se la llevaría lejos. Regresaría a Francia. A su querida Marsella...Pero Ana volvería como esposa suya. No podía vivir sin ella. 
                    De noche, era una pesadilla. 
                    Sentía sobre sus labios los labios de Ana. 
                   Le quedaba un largo trayecto para llegar a Roche. 

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