martes, 17 de marzo de 2015

AMOR EN LA ISLA

Hola a todos.
Aquí os traigo un nuevo fragmento de mi relato Amor en la isla. 
Don Enrique ha estado sumido en sus recuerdos.

-Señor Cano...-le llamó la atención su secretario-Le veo distraído. ¿Se encuentra bien?
-Perdone-contestó don Enrique, disculpándose-No le estaba escuchando. ¿Qué decía?
                       El Sol se colaba a raudales por la ventana abierta del despacho de don Enrique, que era donde se encontraba junto con su secretario. El uno estaba sentado frente al otro, separados por una mesa repleta de papeles.
                        Don Enrique era consciente de que el joven Marcos iba cada vez más y más en serio con su hija Diana. ¡Su hija pequeña iba a casarse! Por eso mismo, la veía tan contenta. Tan ilusionada...
                        El recuerdo de Gillian le asaltó con fuerza.
                        Se había casado con María más por inercia que por otra cosa. Al principio, había pensado que iba a ser muy feliz con ella.
-¿Es verdad que la señorita Diana va a casarse?-quiso saber el secretario-He oído hablar al ama de llaves.
-Todavía no es oficial-contestó don Enrique-Pero espero que el joven Marcos venga a pedir la mano de Diana cualquier día de éstos.
-Entonces, le daré más adelante la enhorabuena.
                        Don Enrique tuvo que reconocer que su esposa era una mujer extraordinaria. María le había dado dos hijas que eran su mayor orgullo. Estaba al tanto de su historia de amor con Gillian. Sin embargo, nunca le echó en cara nada. María prefirió casarse con Enrique, quién la había visto nacer. No quería que su padre le buscara esposo.
                         La vida que llevaban había sido tranquila. Por supuesto, don Enrique no había vuelto a ver a Gillian. Ni siquiera le había escrito. Hacía años que no le escribía.
                         Lo último que supo de ella era que se había casado. Que había intentado quedarse embarazada de su marido. Que no llegó a quedarse embarazada de él. Y que no conseguía quedarse encinta. Por eso, Gillian había dejado de escribirle. Si sacaba a aquel joven español de su cabeza, antes se quedaría embarazada.
                          Y su esposo no tendría que echarle nada más en cara.
-No todos los días casa uno a una hija-afirmó el secretario.
-Tendría que ser Lorena la primera en casarse-opinó don Enrique-Pero me temo que eso no va a poder ser.
-Eso nadie lo sabe, señor Cano.
                         El secretario tenía cincuenta años. Era un solterón empedernido. Y sentía mucho cariño hacia don Enrique.
                         Era un buen hombre.

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